No lo digo porque tenga escasez, pues he aprendido a contentarme, cualquiera que sea mi situación. Sé vivir humildemente, y sé tener abundancia; en todo y por todo estoy enseñado, así para estar saciado como para tener hambre, así para tener abundancia como para tener necesidad. (Filipenses 4:11-12)
El contentamiento es un estado de profunda satisfacción. Una satisfacción que se experimenta al margen de las circunstancias tal y como lo indica el apóstol. Se puede vivir en los momentos buenos y también en los malos. Sería todo lo contrario a lo que afirma el libro de Eclesiastés cuando dice que el ojo nunca se cansa de ver ni el oído de oír. Palabras que reflejan ese desasosiego interno que nos dice que la vida tendrá sentido tan sólo si obtenemos algo más, hacemos algo más, experimentamos algo más.
Lo curioso es que el contentamiento no viene de fábrica; es una virtud que se aprende. Pablo tuvo que aprenderla y nosotros necesariamente hemos de aprenderla si queremos experimentarla. ¿Cómo se aprende? Para mí hay dos caminos. El primero camino es el de la gratitud. Al contentamiento se llega por medio de ella, considerando todo lo que tenemos y no centrándonos en todo lo que nos falta. De ahí el consejo del Salmo 103 de no olvidar ninguno de sus beneficios. Siendo intencionales en pararnos, pensar y reconocer las cosas por las cuales debemos ser agradecidos y que tantas veces damos por sentado.
El segundo camino es el de cultivar una perspectiva eterna. No podemos vivir pensando que esta vida presente es la única realidad. Hacer eso nos lleva a la desazón de centrarnos, una vez más, en lo que carecemos. La perspectiva eterna nos ayuda a ver que hay mucha más vida de la que experimentamos aquí y, consecuentemente, nos puede ayudar a desarrollar contentamiento.
¿Cuál es tu nivel de contentamiento?