Porque nada de lo que el mundo ofrece viene del Padre, sino del mundo mismo. Y esto es lo que el mundo ofrece: los malos deseos de la naturaleza humana, el deseo de poseer lo que agrada a los ojos y el orgullo de las riquezas. (1 Juan 2:16)

El mundo, ese sistema económico, cultural, política y social en el que nos movemos y en el que hemos sido enviados. Ese sistema que nos trata de colonizar culturalmente y nos seduce ofreciendo lo que no puede dar. Son tres las ofertas que nos hace:

La primera, animarnos a que demos rienda suelta a nuestros instintos y deseo. El mensaje es que hemos de ser auténticos, nosotros mismos, lo que el cuerpo quiere es legítimo y hemos de ser libres para vivirlo.

La segunda, instalar en nuestras mentes la mentira de que seremos ¡finalmente! felices tan sólo si... tenemos esa experiencia, poseemos ese objeto, conseguimos ese sueño, etc., etc. Eclesiastés, por el contrario, nos dice que nunca se cansa el ojo de ver ni el oído de oír. Nunca es suficiente para el que carece de contentamiento.

La tercera, la necesidad de reconocimiento, de prestigio, de estatus y de relevancia en los ámbitos en los que nos movemos. La necesidad de que los otros -no Dios- sean quienes nos otorguen dignidad como seres humanos.

Nos creemos esas mentiras y vamos tras ellas para construir un proyecto de vida olvidándonos de los principios que el Señor nos ofrece para ello.