Hermanos, no os escribo mandamiento nuevo, sino el mandamiento antiguo que habéis tenido desde el principio. (1 Juan 2:7)
Ya en la ley levítica aparecía el mandamiento de amar al prójimo. A eso se refiere el apóstol cuando indica que el precepto de amar a los demás no es nada nuevo sino antiguo.
El problema consistía en definir quién era el prójimo. En el Antiguo Testamento era el compatriota, el que pertenecía al pueblo de Israel. Consecuentemente, los otros no eran considerados prójimo y, por tanto, no estaban cubiertos por la obligación y responsabilidad que marcaba el mandamiento.
En los tiempo de Jesús el concepto de prójimo se había vuelto aún más restrictivo. Para ser mi prójimo ya no bastaba conque pertenecieras al pueblo de Israel, es decir, que fueras judío; debías de ser alguien que pensara como yo, entendiera la religión como yo, tuviera la misma perspectiva del mundo que yo. La consecuencia era que había judíos, fariseos y saduceos que se odiaban entre ellos y que, naturalmente, despreciaban a todos los que no eran como ellos.
Amar al prójimo es lindo, queda bien como concepto abstracto. Si privamos a una parte de la gente de la condición de prójimo ya no estamos obligados a amarlos. Esto pasaba en Israel y, lamentablemente, nos pasa también a nosotros. De ahí la pregunta del maestro de la ley ¿quién es mi prójimo?