Que cada uno examine su propia conducta y sea la suya, sin compararla con la del prójimo, la que le proporcione motivos de satisfacción. (Gálatas 6:4)

Pensando en términos espirituales, tiempo atrás uno sólo podía compararse con las personas de su propia congregación o, en ocasiones, con los de su denominación ya que acostumbrábamos a vivir en compartimentos denominacionales estancos. Uno se podía sentir más o menos espiritual según el resultado de esa comparación. Sin embargo, las posibilidades de comparación eran limitadas.

Las redes sociales son un escaparate donde todos tratamos de presentar nuestra mejor imagen; una que, a menudo, nada tiene que ver con la realidad. Las redes son un escaparate y en ellos no se enseña la mercancía defectuosa sino aquella que es más comercial y puede dar mejor imagen. Sucede lo mismo con individuos, iglesias y organizaciones cristianas.

El problema es que esto multiplica hasta el infinito nuestra capacidad de compararnos con otros y sentirnos miserables y poco válidos. La medida ya no es únicamente los otros miembros de mi comunidad local, es el universo entero. Ante tanto glamour espiritual yo soy una piltrafa espiritual.

Pero el consejo paulino es brutal. El refrán castellano dice que las comparaciones siempre son odiosas, especialmente cuando nos comparamos con realidades fabricadas para las redes. El apóstol dice que te compares contigo mismo, con el trabajo que Dios ha hecho, está haciendo y quiere hacer. Que no pretendas ser como ninguno otro, sino simplemente tu mejor versión, aquella para la que has sido rescatado por Jesús.

¿Cuál es el resultado en tu vida de tanta comparación?