Reconoced, pues, mutuamente vuestros pecados y orad unos por otros. Así sanaréis, ya que es muy poderosa la oración perseverante del justo. (Santiago 5:16)

l



Santiago afirma que hay pecados que no pueden ser sanados hasta que no son confesados públicamente. Estoy hablando de esos pecados que se han convertido en hábitos, que han arraigado en nuestro sistema neurobiológico, en nuestra memoria muscular y, consecuentemente, ya son la respuesta compulsiva que por defecto llevamos a cabo. Pecados que han sido confesados al Señor y, naturalmente, perdonados. Pecados que hemos prometido una y otra vez que no los cometeremos pero... vuelven y vuelven generalmente produciendo grandes dosis de culpa y vergüenza. 

Justamente esta vergüenza lleva al silencio y este silencio alimenta el pecado, lo nutre, le da fuerzas y hace que se vaya arraigando más y más llevándonos a un ciclo de compulsión, pecado y vergüenza. Aquí es donde tiene sentido lo que aconseja Santiago. Este tipo de pecado no sanará, no podrá erradicarse hasta que no se rompa el silencio por medio de la confesión mutua, la rendición de cuentas. No estoy hablando de la confesión auricular que se practica en la Iglesia Católica, sino de romper esa ley del silencio que la vergüenza impone y que alimenta el pecado y rendir cuentas a otros seguidores de Jesús para que nos tutelen y oren por nosotros. La confesión rompe el hechizo del pecado y la vergüenza.

Pero ¿cómo llevar esto a la práctica? Esa sería la reflexión de mañana, si Dios lo permite, claro.