Señor no tengo un corazón arrogante ni mis ojos son altivos. (Salmo 131:1)
Hemos hablado de la diferencia entre culpa y vergüenza. Hemos visto como el sacrificio de Jesús por nosotros elimina la culpa derivada del pecado cuando este ha sido reconocido y confesado. Pero ¿Qué sucede cuando persisten los sentimientos de culpabilidad a pesar de haber confesado el pecado?
Lo cierto es que esos sentimientos no provienen del Señor quien afirma una y otra vez que ha olvidado totalmente nuestros pecados. Pueden provenir de dos fuentes. La primera es nuestro orgullo personal que puede llevarnos a no perdonarnos a nosotros mismos, a estar enfadados con nosotros por el fallo cometido o el mal hecho.
Dios puede habernos perdonado pero nosotros no nos otorgamos el perdón. Hay un increíble orgullo detrás de esa afirmación. Quien sostiene esta postura está afirmando que sus estándares morales son superiores a los del propio Dios. Él perdona porque, al fin y al cabo, es su "trabajo". En definitiva lo que estamos afirmando es que no podemos aceptar la realidad de que somos imperfecto de que fallamos, de que somos contradictorios, inconsistente, en definitiva, humanos.
Hay, pues, una culpa que no es saludable, que proviene de nuestra incapacidad de aceptar nuestra humanidad caída. Una culpa que ofende al Señor y que no proviene de Él.
La otra fuente de culpa insana es Satanás, pero eso lo dejamos para mañana.