Me erigirán un santuario, y habitaré en medio de ellos. (Éxodo 25:8)
Desde que Adán y Eva fueron expulsados del jardín de Edén, Dios ya no habitaba en medio de su gente. Era un dios trascedente, lejano, que de vez en cuando, hacía apariciones y se comunicaba con personas escogidas. Esta afirmación del Señor en Éxodo marca un punto de inflexión, Él anuncia su intención de que se construya una morada para poder vivir entre ellos de forma espiritual.
La encarnación marca un nuevo hito, Dios se hace como uno de nosotros, carne y sangre y decide compartir con nosotros la experiencia humana. Pero todavía hay un paso más adelante, Dios decide habitar en cada uno de nosotros por medio de su Espíritu Santo y, consecuentemente, nos convierte a cada uno de nosotros en templos, en moradas suyas.
Esto tiene dos grandes implicaciones: Primera, no existen templos físicos, edificios en los cuales el Señor habita. No vamos a ningún lugar a encontrarnos con Dios porque no tiene domicilio fijo. Lo que hacemos es llevar a Dios con nosotros allá donde vayamos, donde estemos, sea a nivel personal o comunitario. Dejemos, por tanto, de sacralizar espacios. Segunda, Dios habita en nosotros y nos hemos de plantear cómo estamos cuidando nuestro cuerpo, el lugar de su presencia, en todas sus dimensiones, física, emocional, intelectual y espiritualmente.
Si Dios habita en ti saca tus propias conclusiones.