Hermanos míos, no ambicionéis todos llegar a ser maestros; debéis saber que nosotros, los maestros, seremos juzgados con mayor severidad. (Santiago 3:1)

El oficio de maestro en la comunidad cristiana es, por decirlo de alguna manera, peligroso. Lo es porque la rendición de cuentas ante el Señor por la manera en que nos hemos comportado será mucho más exigente que con otras personas. El principio bíblico es claro, a quien más se le ha dado más se le exigirá. 

Hay dos grandes peligros que el maestro debe evitar. El primero, es enseñar sus propias ideas, incluso prejuicios, como si fueran la verdad del Señor. Mi forma de entender la verdad nunca debe ser confundida con la verdad misma. Hemos de ser humildes a la hora de acercarnos al estudio, interpretación y enseñanza de las Escrituras. Jesús denunció a los fariseos porque elevaban sus propias tradiciones al nivel de la voluntad del Señor. Recordemos que hay un fariseo latente dentro de cada uno de nosotros.

El segundo, es que nuestra enseñanza y nuestra vida estén disociadas. Dicho de otra manera, no vivamos lo que predicamos y, por tanto, le quitemos autoridad a nuestra enseñanza debido a la incoherencia de nuestro estilo de vida. Jesús también advirtió de esto en relación con los fariseos cuando afirmó que había que hacer lo que decían pero no como vivían.

Un reto para todos nosotros, seamos o no maestros es asegurarnos que somos fieles a la Palabra y no la desmentimos con nuestro estilo de vida.